Saipan, Micronesia
-dÃa 614-
Un viejo tren se detiene en la estación cuando el sol se pone tras el blanco horizonte, la gente sube y baja con prisa, y sólo una anciana queda sobre el helado andén, sosteniendo estoicamente manojos de pescado seco, pero ya no queda nadie a quien venderlo.
En el cálido vagón fluyen la cerveza y el vodka, se abren latas y se comparten noodles, se grita y se rÃe; fluye también la vida ignorando a la durmiente ciudad, vida renovada y vibrante, al refugio del viento y la nieve.
A la misma hora, unos cuantos cientos de kilómetros hacia el sur, en las altas estepas del Gobi, una niña abandona el ger familiar, la cabeza tapada y la barbilla bajo el abrigo, es tarde y hay que meter a los camellos, la sopa estará lista pronto, y tras ella toda la familia junta se acurrucará alrededor de la estufa; no se volverá a oir ni ver actividad hasta que el sol vuelva a iluminar el ger, y la misma niña vuelva a aparecer para sacar de nuevo a los camellos.
En Beijing nadie se percata de que ya no hay sol, quien tenga tiempo de mirar hacia arriba apenas notará la diferencia tras la espesa capa gris del desarrollo. Con sol o sin él, todos se sentarán alrededor de un festival de platos, compartirán cada uno de ellos y darán buena cuenta de las reservas de cerveza, fumarán y gritarán, quizás jueguen a las cartas, y ya tarde irán a descansar un rato, otra dura jornada de trabajo espera impaciente.
Tampoco dormirá Hong Kong esta noche que recién comenzó, quizá se desplace desde el distrito financiero hacia el fiestero, hasta que las escaleras mecánicas vuelvan a cambiar de sentido y manden a todo el mundo a sus puestos… a los pocos que aún van caminando. Y la vecina y trasnochadora Macau se despierta sólo en este momento en que Mongolia se va a dormir, a la hora en que cierran las iglesias barrocas y abren los casinos. Ya habrá tiempo para dormir y lamentar cuando salga el sol.
Las campanas tintinean con fuerza por toda la India y los templos se llenan de jugosas frutas, arde el rojo incienso en las montañas del alto Himalaya, en los bosques chinos, en las playas de Bali y en la meseta del TÃbet; resuena el eco de los minaretes con fuerza a lo largo de Malasia e Indonesia; los coros de monjes laosianos atraviesan las paredes de los monasterios, las iglesias filipinas abren las puertas a sus fieles, y Birmania comienza a apagar sus escasas luces, pues mucho antes del alba ejércitos de monjes patrullarán las calles descalzos, armados de un bol de cerámica y un bastón de madera, y habrá que estar preparados para la visita. El sol se está poniendo en Asia…
El humo del chili friéndose en el wok hace saltar las lágrimas en aquella playa tailandesa, donde los últimos rayos del mismo sol iluminan a un enorme buda dorado, y los neones al centro de masajes contiguo. Cientos, miles, millones de toneladas de arroz se están cociendo en todas las cocinas, metros cúbicos de ardiente chai descenderán por las gargantas indias, se sacarán palillos como para construir una escalera a la luna, y quién sabe qué se podrÃa construir si juntásemos a todas esas sonrisas a la vez.
Ni el miedo ni las armas podrán nunca silenciar a todas esas valientes voces que gritan libertad en China, Birmania y TÃbet, a las que piden un cambio urgente y necesario en Nepal, a las que claman por un turismo digno y de calidad en Camboya, a las de millones de mano de obra barata, rebajada y en oferta que inundan el mundo de cosas.
Nadie podrÃa nunca haberme predicho lo que Asia me iba a suponer, una tierra de misterio de la que sólo conocÃa el lugar que ocupaba en los mapas, un mapa que nunca habÃa observado con el debido detenimiento, deteniéndome siempre en otros puntos muy lejanos. Una tierra de gente noble, trabajadora, hospitalaria, sonriente, sufridora, que a lo largo del tiempo ha sabido dignamente hacer frente a las adversidades, que ha tenido que adaptarse a los nuevos tiempos. Mujeres, hombres y niños que con el paso de los siglos han aprendido del bambú que azotarán los vientos en la noche que se acerca, bambú que será desplazado en todas las direcciones, doblegado hasta el extremo, quizás dañado en superficie… pero imposible de quebrar.