Santa Rosalía, Baja California Sur
-día 851-
“Si es por buscar, mejor busca lo que nunca perdiste” -recordaba Martín Caparrós antes de iniciar su viaje-, él partía sin saber adónde iba, cuánto tiempo le tomaría, qué encontraría… vagaría por un gran país buscando elementos comunes que definieran qué es la Argentina. Caparrós, a diferencia de mí, tenía un objetivo en su búsqueda. Yo salí buscando aventura y encontré amigos, fui tras la pista de monumentos, montañas y templos famosos y allí encontré personas que los habitaban. Sigo vagando, sin todavía esclarecer esos objetivos: a veces es el simple placer de deslizarme por un mapa, otras plantearme nuevos y mayores retos, en general creo que busco aprender del mundo y de mí mismo, en otras ocasiones ni yo mismo lo sé. Pero sí sé qué he encontrado: gente. Gente de todos los países, etnias, credos, nivel social, educativo y económico que me han ofrecido su ayuda desinteresadamente, gente que guíada por sus instintos han sabido ignorar las poderososas frases manchadas de miedo creadas por los gobiernos y escupidas por los medios; decenas, cientos de personas que en ese preciso instante que dura una decisión han querido escuchar a su corazón y no a su cabeza, y quisieron abrirme la puerta de sus coches, de sus casas, de sus vidas… sólo por conocernos, sólo por ayudarme, sin saber que a veces ellos también serían ayudados. Y probablemente a fecha de hoy, el aprendizaje más sabio es la certeza de que el mundo, México, y la Baja California en particular, todavía están llenos de ellas.
|
Darío, en San Ignacio. Fotografía tomada por Yolotzin Bravo |
Eran las tantas de la madrugada cuando por fin entraba en Tijuana, a mediados de enero, el frío arreciaba y la niebla impedía toda visibilidad, nada quedaba allí de esa antigua impresión de calor y alegría que me había formado en mi última visita, esa noche Tijuana estaba desierta. Desierta la calle, desierto el ambiente, desierto de luces y de sonido preparaban la atmósfera que contrastaría con aquella noche de reencuentros: Julia volvía a abrirme las puertas por tiempo indefinido, y allí también me encontraba con Yolotzin, compañera de viaje para esta nueva etapa de descubrimiento.
La Tijuana que me recibió queda lejos de la Tijuana de los estereotipos, como siempre. “Haberlos hailos”, si sabes dónde buscarlos, pero no deja de ser una ciudad de un millón de habitantes que sobreviven y hacen su vida cotidiana como en cualquier otra capital del mundo. Sin embargo, tampoco es cualquier otra ciudad, es una ciudad rajada en dos por un muro de miedo y vergüenza, donde van a chocar frontalmente los sueños e ilusiones de millones de migrantes; es también una ciudad que antaño fue patio de recreo de un turismo que también traía sus sueños -más o menos perversos- que sí eran realizables según los dólares que trajeran en la cartera, después poco a poco la violencia y el miedo a la violencia fueron acabando con ellos, de los que queda poco más que locales cerrados y nostalgia. Farmacias sí hay, un chingo, más que bares en España, con más clientes también. Tijuana es el paraíso de todo hipocondríaco, fármacos insultantemente caros y difíciles de conseguir en el vecino del norte: antibióticos de uso hospitalario, analgésicos de caballo, y la estrella del mercado: Viagra, compiten escandalosamente por venderse más baratos que en la farmacia de al lado. Son las consecuencias de la privatización del sistema sanitario, de la medicina para ricos modelo de exportación americano, para que nos vayamos acostumbrando si no ponemos solución mientras la tiene… ¿viajes del INSERSO a Tánger? Tiempo al tiempo.
Esto y mucho más fueron las anécdotas de la temida ciudad. ¿Peligrosa? No, señor. Peculiar, como pocas.
|
Fotografía de Julien Landais |
La idea -abstracta, flexible, improvisable- era recorrer toda la península de Baja California. Unos 2.000 km de ruta, dos personas, escaso presupuesto, amplios recursos, utilizando únicamente el autostop como transporte.
Con tanto kilómetro que se extendía hacia el sur, decidimos empezar hacia el este, mera intuición. Recorrer la frontera occidental inevitablemente nos llevó a conocer más de cerca el fenómeno de la migración irregular, seguimos el muro durante cientos de kilómetros, los controles militares eran numerosos a lo largo del camino. Conocimos personas que iban por primera vez, personas que ya habían sido expulsadas, personas que lo volverían a intentar, gente que vive intermitentemente a este lado del muro probando su suerte en este arriesgado juego de azar; hombres jóvenes y de mediana edad en su mayoría que han dejado todo atrás y vendido sus propiedades a las mafias por seguir un sueño o una obligación. Los que van para allá se muestran excitados, nos cuentan que el precio para que les crucen está ya entre 5.000 y 7.000 dólares americanos, y tienen derecho a 3 intentos, los pasan con documentación falsa o escondidos en los coches, si consiguen cruzar, intentarán reunirse con amigos o conocidos, y el sueño o pesadilla americanos comenzarán.
Era casi de noche cuando llegamos al pequeño pueblo de La Rumorosa, localidad de alta montaña que se alza a 1.300 metros de altura sobre el desierto, tras un abismo de rocas apiladas. Turística y congestionada en verano, su aspecto en invierno es desolador: frío, polvo y soledad. El único hotel que allí había tenía precios imposibles, pero preguntando, uno sabe: “Íjole, con este frío no vayan a acampar fuera, nooo, yo no sé bien, pero oi que alguien a quien llaman el hermano Pablo acoge de vez en cuando a los inmigrantes que se van para el otro lado, creo que también hay ancianos viviendo allá, es un tipo algo raro, pero tal vez puede darles un lugar, vayan y pregunten”.
La posibilidad de conocer un lugar así nos emocionó más que el mejor de los hoteles, y para allá fuimos.
La casa estaba varios kilómetros fuera del pueblo, en la montaña y cerca del basurero. El hermano Pablo, junto con la ayuda de familiares y amigos, construyó con paciencia y tesón un hogar para que ancianos abandonados sin recursos pudieran tener una vida digna, además ofrece descanso, ducha y alimento a los migrantes que caminan por el desierto buscando un lugar por donde saltar el muro. Lupe -la cocinera- nos contaba cómo veinte años atrás crearon el asilo de la nada, sin recibir ninguna ayuda pública, “nomás con ilusión, compromiso y trabajo. Ahora la casa atiende a cuarenta ancianos que sus familias han abandonado a su suerte, nosotros les cubrimos todas las necesidades básicas y mutuamente nos ofrecemos amor”.
Entrañables momentos como este se fueron repitiendo con un marco diferente a lo largo de nuestro viaje hacia el sur: En Ensenada, Paola y Napenda nos ofrecieron su hospitalidad y mostraron su hermoso pueblo y sus ilusiones y trabajo por colaborar haciendo de él un lugar más justo y solidario; vimos el espectáculo natural de La Bufadora, casi único en el mundo, donde el agua del mar sale catapultada a varias decenas de metros de altura; en Cataviña disfrutamos de la soledad y belleza del desierto, de las noches estrelladas y del calor del fuego; por casualidad terminamos en unas playas completamente alejadas de ciudades y carreteras asfaltadas, por casualidad también allí se habían retirado a vivir Lamar y Ray, dos americanos cansados de vivir en una rutina de trabajo y consumismo, allí se estaban poco a poco construyendo un hogar más cercano a su concepto de felicidad de lo que habían conocido hasta entonces, “nuestra sociedad no quiere entender que necesitamos vivir el momento tanto como nos necesitamos los unos a los otros, por eso nos fuimos, aquí todo es diferente” – nos dicen estos dos amigos que han cruzado el muro contracorriente.
|
Noche en la Cataviña. Fotografía tomada por Yolotzin Bravo |
|
Coco’s Corner. Fotografía tomada por Yolotzin Bravo |
|
Laguna San Ignacio. Fotografía tomada por Yolotzin Bravo |
Nos quedamos con ellos una semana, no teníamos nada, pero lo poco que teníamos era de todos: “comparty” -decían- la fiesta de compartir. Filosofamos, improvisamos música, intentamos pescar, o disfrutábamos de un silencio colectivo… Más hacia el sur, Catalina nos rescató de una tormenta (la segunda en 11 años en ese desierto de polvo y sal) y nos metió en su casa; en San Ignacio acampamos en los jardines de la misión jesuítica de 300 años de antigüedad… Nada de esto habría sido posible sin la ayuda de todos los conductores que nos invitaron a compartir con ellos parte de su ruta, que quisieron unirse a la fiesta del compartir.
Pero en la Laguna de San Ignacio logramos más de lo que jamás habríamos creído: nos acercamos tanto que podíamos tocarlas, su respiración nos cubría de agua y emoción, su mirada fija era surrealista, su tacto era el tacto de lo prohibido… Las ballenas grises migran cada año desde Alaska y el mar de Bering hasta estas costas mexicanas para parir a sus crías, que alegremente se acercan a los humanos con la misma curiosidad con la que los humanos nos acercamos a ellas, nadan, resoplan, juegan a nuestro alrededor. Es la atracción de la región en esta época del año, y sus precios son imposibles para nosotros, nos conformaríamos con verlas desde lejos. Llegamos hasta la orilla, acampamos, hicimos amigos, trabajamos para ellos y un día nos invitaron a las barcas para verlas de cerca. Todos contentos con el intercambio, todos contentos de ayudarnos.
|
Fotografía tomada por Julien Landais |
|
Fotografía tomada por Yolotzin Bravo |
|
Fotografía tomada por Julien Landais |
|
Fotografía tomada por Julien Landais |
Guarache es una palabra originaria del purépecha (kwarachi: sandalia) incorporada al español y es el calzado tradicional usado por los campesinos mexicanos.
Tampoco yo aún no sé donde voy, pero voy perfilando una idea de lo que estoy buscando y encontrando.