Margaret River, Western Australia -día 509–
Ésas eran sus iniciales. Como tantos otros inmigrantes, venía de lejos; pero a diferencia de la mayoría, él se consideraba muy afortunado, no venía por obligación sino por gusto, no tenía a una familia que mantener ni más responsabilidad que la de saciar su inagotable sed de conocimiento y aventura, venía solo, y la empresa no era fácil.
Consiguió sin demasiada dificultad un visado de turista que le permitiría la estancia en Australia por tres meses, con la estricta prohibición de trabajar. Algo confuso y desorientado por el abismo cultural que le separaba de la tierra de donde venía, aterrizó en una pequeña localidad situada al norte del país. Se había comprometido con las autoridades estatales a no trabajar, pero no tenía alternativa si quería proseguir su sueño. Pronto se dio cuenta de que el norte no era una buena opción: la temporada baja turística le daba al desierto un aire más desértico, los ciclones y otros desastres naturales de las últimas semanas habían reducido a la nada toda posibilidad agrícola o pesquera. Empaquetó sus escasas propiedades y emprendió el camino del sur.
Pasaron varias horas de paciente espera en el desierto hasta que apareció Marphey en una vieja ranchera:
-“C’mon, mate! -le dijo, una mano al volante y la otra en la cerveza, a la manera australiana-, has tenido suerte, ¿sabes? le gustas a Samy, es una perra muy protectora, hay autoestopistas que le caen bien y a otros les ladra desde que les ve de lejos.”
Marphey no iba a ningún sitio, o mejor dicho, le daba igual adonde ir, vagabundeaba con su ranchera a lo largo y ancho de Australia, dormía en las áreas de acampada gratuitas, se bañaba en los ríos, y hacía esporádicos trabajos aquí y allá; conocía la carretera mejor que nadie y tenía cientos de anécdotas a lo largo del trayecto. Deberían haber recorrido juntos varios cientos de kilómetros, pero los efectos del ciclón que estaba azotando el noroeste del país no tardaron en dejarse notar, los caminos se inundaron, y toda comunicación hacia el sur del país quedó cortada. Tras horas de espera, Marphey decidió regresar al norte, no sin antes desearle toda la buena suerte del mundo.
Nuestro protagonista de esta semana pudo convencer entonces a una pareja de jóvenes para que le llevaran a algún sitio, a cualquiera, lejos de esa inhóspita autopista bajo las aguas. Bo y Martin nunca antes habían recogido a ningún autoestopista, de hecho, nunca habían prácticamente abandonado su Perth natal; si esta vez lo habían hecho era exclusivamente por motivos laborales, y ahora su mayor preocupación era poder estar de vuelta en casa, mil kilómetros al sur, a tiempo para la gran fiesta de esa noche; con todas las comunicaciones cortadas, eso iba a ser un problema. Pasaron el día mirando al río que sobrepasaba en 90 cm el punto más bajo de la carretera, y al caer la noche, aceptando que el milagro que esperaban que separase las aguas no llegaría, dieron un rodeo hasta el pueblo más cercano con un nuevo pasajero en el asiento de atrás.
Las constantes lluvias en el interior del país y la vasta planicie que forma la mayor parte del territorio australiano se aliaron para aislar a nuestros amigos en un bungalow de Coral Bay durante los siguientes dos días con sus dos noches. Martin tenía 20 años, era estudiante y vino al norte para acompañar a su mejor amigo; Bo tenía 22, era carpintero y había pasado la última semana trabajando intensamente en la zona industrial de Port Headland amasando una gran fortuna en sólo diez días. Eran buenos chicos, generosos, adictos a los videojuegos y a la falsa idea de la felicidad comprada a golpe de mastercard, llenos de ganas de vivir pero temerosos de conocer el mundo exterior, víctimas del lucrativo marketing de la inseguridad y de sus propios prejuicios racistas, aun siendo ambos hijos de inmigrantes. Eran probablemente el modelo de nueva generación que a no pocos políticos y empresarios les gustaría que formaran la sociedad del mañana: trabaja, consume, trabaja, consume, el mundo es peligroso, compra seguridad, nosotros te la vendemos, la nueva realidad es la que sale por los cables de la Play Station, lo de afuera es falso, peligroso y aburrido… E.M. vio con sus propios ojos cómo Bo derrochaba más de mil dólares en apenas comer y dormir durante esos dos días, y además él fue invitado a aquella bacanal del consumismo; las conversaciones que durante ese tiempo tuvieron lugar, aunque banales y superficiales en contenido, le resultaron casi reveladoras en su intento de comprender mejor a un importante sector del mundo hiperdesarrollado que marca el ritmo al que baila el planeta globalizado del siglo XXI. En la mañana del tercer día, fueron avisados que las carreteras habían abierto de nuevo, y los tres salieron hacia Perth. Por el camino, Bo detuvo su vehículo por iniciativa propia para recoger a otros dos autoestopistas. Quizá no todo está perdido.
Nuestro amigo llegó a Perth bien entrada la noche, allí le esperaban otros dos compañeros con los que se debía poner de nuevo en camino, en busca de un empleo ilegal que le permitiera continuar su viaje y su sueño. De nuevo, los comienzos fueron difíciles: durante largos días recorrieron el suroeste de Australia buscando contactos, leyendo periódicos, llamando a los agricultores, presentándose incluso directamente a las puertas de las granjas, estaban dispuestos para todo: bananas, mangos, manzanas, cerezas, pesca… pero al final de cada día, cuando los tres amigos plantaban la tienda de campaña al caer la noche, en la playa o el desierto, bajo un cielo estrellado que los habitantes de las ciudades nunca podrían disfrutar, el panorama parecía más y más desolador; por suerte, la naturaleza todavía era gratis en un estado en el que todo se compra o se vende; y un baño nocturno en la playa o una interesante conversación con buenos amigos hasta bien entrada la madrugada, hacía que a pesar de las dificultades, esta aventura bien estuviera mereciendo la pena.
Una tarde el ánimo del grupo cambió: Ulysse recibió la llamada de una amiga suya que estaba trabajando en unos viñedos al sur de Margaret River, y necesitaban más mano de obra. Antes de colgar el teléfono ya se estaban dirigiendo para allá. E.M. todavía no podía permitirse el lujo de alegrarse como sus compañeros, ellos tenían visado de trabajo debido a aleatorios acuerdos entre sus respectivos países con el Gobierno de Australia, pero él no; no obstante, decidió presentarse a probar fortuna, en última instancia y entre la caradura y la desesperación, decidió también presentarse como ciudadano francés, asumiendo las consecuencias. La suerte estuvo de su parte, todos consiguieron el trabajo.
La jornada comenzaba a las 5:30 am, cuando el frío aún cala hasta los huesos, todos recibían un número y unas tijeras de podar, se colocaban en una línea de parras y empezaban a llenar cubos con uvas y más uvas; con una media de 6 cubos de 20 kg cada uno por hora se reciben unos 15$/hora, y las horas dependen de la parcela que se trabaje cada día, terminando generalmente en las primeras horas de la tarde, cuando el calor ya hace horas que lo exige. El idioma que predomina entre los jornaleros no es el árabe ni el chino, tampoco el bahasa indonesia, tamul o coreano, ni siquiera el inglés. Es el francés; pues la mayoría de los trabajadores vienen de países como Francia y Bélgica, otros pocos son de Italia, Alemania, Inglaterra y sólo uno: E.M, o yo, de España. Estamos contentos aquí, tenemos dentro de la finca un área gratuita para acampar, un baño común con ducha y poco a poco nos hemos improvisado una sala común con nevera y útiles para cocinar; los propietarios han sabido inteligentemente que es mucho más productivo mantener buenas relaciones con los trabajadores y se esfuerzan por mejorarlas; incluso algunos días, tras el trabajo, se sientan con nosotros en la mesa y comparten algunos vinos de antiguas cosechas y entretenidas conversaciones.
El trabajo, aunque monótono, hasta resulta agradable por un tiempo, y aunque físicamente sea mucho más cansado que el de aquel médico de familia de Alcossebre, en general salgo infinitamente más descansado; y aunque lo salarios no se puedan comparar, éste me parece más “real” y también más justo. Mi “pequeño problema” legal al final no tuvo más consecuencias y lo arreglamos fácilmente con un sencillo chanchullo, y aquí seguiremos muy probablemente durante el resto del mes de marzo hasta que termine la temporada.
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La decepción
Selina -el coche- nos dejó tirados a unos pocos km de llegar a la ansiada finca
De South West Australia |
Después, ya se verá… aún no hay prisas para saberlo y entre racimo y racimo tengo tiempo para pensarlo. Esto es una puesta en práctica de mi abstracto concepto de libertad… y me gusta.
Me he permitido escribir el relato en tercera persona como una más de las miles de historias con cierto parecido que ocurren cada día en todos los rincones del planeta, omitiendo nombres, nacionalidades y circunstancias personales; con la esperanza de que este pequeño ejercicio de empatía nos haga ver más fácilmente las similaridades entre nosotros en lugar de las diferencias,de intentar comprender mejor las dificultades ajenas en lugar de verlas como una amenaza; y aún siendo consciente del privilegio que sigue suponiendo el llevar un pasaporte europeo, quería compartir con vosotros la alegría de saber que otra de estas historias termina con un final feliz.